Lujo en la economía castrista ¿para qué?¿para quién?
Elías Amor Bravo, economista
En los últimos días, varias agencias
internacionales se han hecho eco de lo que llaman “la apuesta de
Cuba por la industria del lujo”, una información que, como muchas
otras, tiene muy poco que ver con la realidad económica y social de una
isla en la que “resolver” sigue siendo la actividad más
practicada por sus moradores.
Al parecer, el hecho que se haya producido en un
breve lapso de tiempo la apertura oficial de tiendas de marcas
exclusivas como Versace, Armani, Montblanc y L'Occitane en Provence,
ubicadas en la conocida Manzana de Gómez, rebautizada al parecer
como Kempinski, ha llevado a más de uno a afirmar que el lujo tiene
futuro garantizado en Cuba y otras lindeces que se hace preciso
matizar.
Lo primero que conviene recordar es que el lujo
nunca ha sido nada extraño para la gran capital del Caribe que fue
La Habana antes de 1959. En la década de los años 40 y 50 del siglo
pasado, todo el diseño y la innovación internacional relacionados
con el lujo recalaban en La Habana. Diseñadores de moda, artistas,
intelectuales, escritores, músicos, o grandes marcas como las que
ahora han vuelto, ya se encontraban ofreciendo sus bienes y servicios
a una población con alto poder adquisitivo y deseos de prosperidad.
Todo aquel sistema se vino abajo con el paradigma
igualitario, intervencionista y planificador de la revolución comunista, y las
expropiaciones sin compensación que muchas de estas empresas
sufrieron del régimen castrista. Todo el mundo tiene el derecho a
tropezar dos veces con la misma piedra, y en Cuba, donde la
constitución vigente apenas ha modificado el modelo intervencionista en el
estado de la economía, este tipo de negocios son una apuesta de alto
riesgo.
Pero cada uno hace lo que quiere con su dinero, de
modo que lo que ahora se empeñan en vender los responsables de la
imagen corporativa del régimen castrista, ya existió en Cuba, y los
más viejos del lugar, seguro que saben muy bien de lo que estamos
hablando. Galiano y San Rafael eran en los años 50 paraísos para
las marcas de moda con más afluencia de compradores y mejores
resultados en ventas que los Campos Elíseos de París, la quinta
avenida de New York o la calle Alcalá de Madrid.
Esta campaña de propaganda sobre el lujo en Cuba,
bien orquestada por los medios oficiales, ha calado hondo en las
agencias internacionales, pese a que tan solo dar una vuelta por los
alrededores del nuevo hotel de cinco estrellas plus del estado
castrista y su grupo Gaviota, con la compañía suiza Kempinski,
permite constatar la dura realidad en que vive la amplia mayoría de
los cubanos: miseria y falta de expectativas de futuro.
Apostar por el turismo de lujo y de alta gama como
pretenden las autoridades castristas sin realizar otros cambios
previos, no sirve para nada. No por llevar a muchos Chanel, Guerlain,
Gucci, Versace o Armani, y organizar el rodaje de películas o atraer
artistas internacionales se construye un modelo de turismo de alto
nivel. Mónaco apenas practica este tipo de políticas, y sin embargo
ahí lleva toda la vida, disfrutando del lujo y los visitantes más
adinerados del mundo. En España, Marbella todos los años abre sus
puertas de par en par a las familias de los jeques árabes que
inundan la capital con sus petrodólares, y así.
El lujo tiene unas
reglas concretas que se tienen que cumplir, y mucho me temo que los
planes de las autoridades del régimen castrista sirvan de muy poco
para ayudar. Insisto, a tan solo unos metros de los nuevos hoteles
Kempinski, o del Packard o del Prado y Malecón, en construcción,
donde se está localizando el sector del lujo, se pueden contemplar
solares con materiales de construcción derruidos e invadidos de maleza y basura donde antiguamente existían hermosas mansiones de
lujo. También se pueden ver cuarterías en las que se accede a los pisos superiores con
escaleras de madera, calles con suelos levantados y baches de balsas de agua, restos de obras y basuras
por doquier, y una destrucción general del marco físico y el entorno que trasladan al visitante la
sensación de un bombardeo o lo que es muchio peor, la mayor de las
desidias.
Con poco más de 4 millones de turistas de nivel
medio o bajo poder adquisitivo, es difícil apostar por el turismo de
lujo. Sin instalaciones adecuadas en La Tasajera para la llegada de
los cruceros, la cosa está más fea aún. Las compañías de
aviación que se apresuraron a anunciar vuelos a la isla desde EEUU
empiezan a dar carpetazo a sus planes. Con las remesas enviadas por
las familias en el extranjero, los cubanos que viven en la isla se
dan alguna alegría comestible o se visten con mejores ropas. Y poco
más.
La economía no da para mucho más, porque el
estado sigue siendo el dueño de todo. Al frente de la política
turística está el Grupo de Administración de Empresas de las
Fuerzas Armadas Revolucionarias (Gaesa), dirigido por el yerno del
presidente Raúl Castro, el general Luis Alberto Rodríguez. Su rama
hotelera, Gaviota, es la propietaria del Gran Hotel Manzana y de
todos los hoteles que funcionan en la isla, operados por gestores
internacionales. El único dueño de los activos es el estado cubano, que impide a los ciudadanos ser propietarios y generar riqueza. Tan solo
un núcleo cercano a la familia Castro, al ejército y la seguridad
del estado cuenta con propiedades y activos en Cuba durante los últimos 58 años. Lamentable. No conozco a ningún rico, al que le guste el
lujo, que comparta este modelo económico trasnochado, más propio de
los años 60 del siglo pasado. O el estado castrista asume que así
no se puede ir a ningún sitio, o esta apuesta por el turismo de lujo
será un fracaso más en la larga lista de incompetencia de los
gestores de la economía del régimen. Solo tenemos que esperar.
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