Libre empresa y futuro democrático para Cuba


Elías Amor Bravo, economista

Durante 55 años el régimen castrista ha cuestionado, penalizado y eliminado cualquier proceso económico emprendedor basado en la iniciativa privada, lo que en cualquier país del mundo denominamos libre empresa, base del funcionamiento de las economías.

Y sin embargo, la experiencia muestra que ese valor, lejos de haber sido eliminado de la personalidad cubana, se encuentra firmemente arraigado en la Isla. Los cubanos, pese a la educación estalinista recibida desde la escuela, a tempranas edades, desean ser independientes, tener sus propios negocios, y en cuanto el régimen afloja, a pesar de la maraña de regulaciones e intervenciones, son muchos los cubanos que optan por la libertad y la independencia económica. Esa es una magnífica noticia.

La obsesión igualitaria que caracterizó a la llamada “revolución castrista”, desde sus inicios, supuso la implantación de un complejo programa de confiscaciones, expropiaciones y cierre de grandes empresas, muchas de ellas de capital extranjero, sin compensación alguna.

Entonces, apareció el sistema de planificación central de la economía, al que se otorgó el papel de asignar recursos,  mientras que la institución del mercado iba siendo apartada y eliminada de la mayor parte de actividades productivas. La libreta de racionamiento, algo desconocido para los cubanos en los primeros 50 años de existencia de la República, se encargó de repartir la escasez de manera institucional.

Después, a mediados de los años 60, llegó la gran operación de nacionalización de todo tipo de pequeñas empresas y negocios, dejando a la Isla como un baluarte del modelo marxista, estalinista más duro, sostenida por los fondos de la URSS y con un nuevo diseño en sus relaciones económicas internacionales. Muchos cubanos que tenían pequeños y modestos negocios, e incluso profesionales independientes, emprendieron la marcha al exilio, donde progresaron de forma excepcional, confirmando ese espíritu emprendedor y capacidad para innovar. En esos años difíciles, el régimen reforzó la represión económica. La mera tenencia de moneda de EEUU, llevaba a la cárcel. Muchos cubanos fueron delatados, y enviados a prisión por poseer dólares y realizar transacciones al margen de la cada vez más pobre, economía oficial. Tener vocación emprendedora era motivo de escarnio, marginación y considerado un delito de desafecto con la revolución.

El modelo de base estalinista funcionó hasta el denominado “periodo especial”, tras el derrumbe del muro de Berlín. En aquel momento, surgió la necesidad de afrontar un escenario pesimista, una auténtica debacle para la economía castrista, en el que al régimen se le cerraban los principales mercados financieros internacionales, así como las relaciones de comercio con los nuevos países del este que despreciaban las instituciones comunistas, tras superar las dictaduras que los habían sometido durante décadas, y aspirar a convertirse en modernas democracias.

El castrismo no tuvo más remedio que aflojar, y en su lugar, apareció un nuevo concepto de emprendedor, que el régimen denominó, de forma despectiva, “macetas”, que abrió numerosos espacios a la iniciativa privada, en los ámbitos en que resultaba más fácil la captación de divisas y la obtención de beneficios. Estas actividades prosperaron de forma inusitada. El valor de la independencia económica hizo que muchos cubanos se lanzaran a las mismas. Sin embargo, tan pronto como las condiciones económicas internacionales cambiaron, el castrismo mostró su rostro más duro, y eliminó de la circulación todas aquellas personas emprendedoras que, gracias a su esfuerzo y tesón, habían contribuido a salvar las notables dificultades del “período especial”. Muchos de ellos debieron nuevamente, exiliarse.

Desde 2006, cuando Fidel Castro transfirió el poder sucesorio a su hermano Raúl, la apuesta por el “trabajo por cuenta propia”, las “nuevas formas de producción”, los arrendatarios de tierras, las cooperativas, han conseguido edulcorar el lenguaje castrista en una línea que recuerda bastante a los primeros momentos tras el derrumbe del muro de Berlín. Granma y los medios oficiales dedican día si día no artículos contundentes contra una ineficiencia que tiene su origen en el modelo económico imperante en el país, y se prodigan en halagos hacia las “nuevas formas de producción” que tienen éxito.

Lo importante es que una vez más, en cuanto se han autorizado las actividades emprendedoras, miles de cubanos se han lanzado a la arena, en un intento de alcanzar esa independencia y libertad económica del poder estalinista, que sigue siendo central en la economía. Y además, que se resiste a desaparecer, si se tienen en cuenta algunos enunciados en el sentido que las reformas contenidas en los “Lineamientos” no van más que a “actualizar el socialismo”.

Con todo, esta  nueva etapa en la que nos encontramos ha supuesto el despertar de una clase de emprendedores, que se benefician de la nueva regulación, y a los que el régimen maltrata con todo tipo de impuestos y tasas, así como con una estrecha vigilancia para evitar que sus márgenes de beneficio se disparen. Tarea perdida. La base de la economía libre es la obtención del beneficio. Cuanto más, mejor. Y no hay nada malo en ello, por mucho que la mentalidad castrista construida durante más de medio siglo, opine lo contrario.

Lo que me resulta admirable, es que el valor de la libre empresa, de la innovación, del trabajo por cuenta propia basado en el esfuerzo con su justa recompensa, continúe existiendo en amplios sectores de la sociedad cubana. Estos emprendedores, barridos en distintas secuencias temporales durante el último medio siglo, son los únicos que pueden crear un puente entre la Cuba anterior a 1959, y la nación democrática con la que todos soñamos cuando finalice el régimen castrista. Por ello, estos emprendedores merecen todo nuestro apoyo y ayuda, como ha señalado recientemente Yoani Sánchez.

En la diáspora, hemos aprendido a trabajar así. De hecho, hemos sido capaces de salir adelante trabajando, acumulando, y creciendo. En la empresa, en la universidad, en la administración, en los servicios profesionales, en cualquier sector, la experiencia acumulada por los cubanos de la diáspora conecta con esos valores de defensa de la libre empresa y la independencia económica que afloran en Cuba más de medio siglo después.

Actividades penalizadas por el castrismo en la Isla, nos han permitido en el exterior avanzar y dejar un mejor futuro a nuestros hijos y nietos. ¿Por qué entonces no ayudar a los nuevos emprendedores que surgen en la Isla a conseguir lo mismo? Emprendedores que, sin duda alguna, creen en los mismos valores que hicieron fuerte a la República en su primer medio siglo de vida, y que son compartidos con los cubanos del exterior.
Es cierto que continúan estando bajo la tutela del régimen castrista, que no renuncia a perder el control de los medios de producción y la asignación de recursos por medio de la planificación central. Pero corren aires de libertad económica en Cuba. Y antes de que alguna autoridad castrista ponga en peligro lo conseguido, hemos de ser capaces de contribuir a que este proceso se consolide y afiance en la Isla. Los valores de la libertad y de la independencia económica son como decía Joseph A. Schumpeter, un “huracán de destrucción creadora”. Tal vez eso sea lo que necesita la postrada economía castrista.

Por ello, es necesario identificar canales y cauces a través de los cuáles sea posible transferir la experiencia acumulada en el exterior a los emprendedores que en la Isla luchan contra el poder omnímodo castrista, para ganar independencia económica.

Y una vez que se obtenga esa información, el trasvase de conocimiento, experiencia y tecnología, no se debe detener. La creación de una sólida base económica, independiente del poder político, que pueda plantear demandas concretas a los dirigentes del partido único, es una tarea de gran relevancia en la que se tiene que poner el máximo interés. Una tarea en la que todos, absolutamente todos, estamos implicados. Por el bien de Cuba.

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