Valoración crítica de las reformas educativas en el castrismo
Elías Amor Bravo
La prensa oficial castrista se ha
hecho eco de una pretendida reforma “radical” del sistema educativo que sería
la enésima en este largo medio siglo de régimen. El espíritu de cambios introducido por Raúl Castro desde que sucedió
en el poder a su hermano en 2006, parece haber alcanzado al llamado “logro de la
revolución” que, junto a la sanidad, ha sido objeto de la propaganda del
régimen para mostrar su rostro más amable.
Lo cierto es que, durante
décadas, la escuela castrista ha recibido todo tipo de críticas a su modelo de
organización y gestión, lo que ha mitigado esos pretendidos “logros”, con gran
insatisfacción de todos los colectivos sociales que se relacionan con el
sistema educativo y formativo.
Ahora, en 2013, las autoridades
educativas anuncian que el objetivo de la reforma es “elevar la calidad de la
enseñanza”, y para ello se ha creado una
Comisión Nacional del más alto nivel político, presidida por Ena Elsa Velázquez
Cobiella, ministra de educación. El trabajo se estructura en subcomisiones, al
parecer integradas por 40 “destacadas personalidades de la cultura, la ciencia,
la pedagogía y el deporte”, que van a revisar y opinar sobre cada aspecto de la
reforma que se pretende aplicar en los centros escolares de la nación.
La urgencia y motivación de la
reforma parece encontrarse en “opiniones y sugerencias dadas a conocer en
diferentes congresos, reuniones y otros encuentros”, así como, y esto es
sorprendente, por las cartas de la población que han expresado preocupación por
“deficiencias de la escuela que gravitan en la formación ciudadana”. En
cualquier país del mundo, este tipo de justificaciones carece de sentido, pero
en el castrismo, al parecer, no.
Desde el triunfo de la llamada
“revolución”, el sistema educativo fue el blanco de las principales medidas más
trascendentales del nuevo régimen. Recuerdos ya lejanos del pasado, como
aquella “campaña de alfabetización”, con el subsiguiente despilfarro de
recursos y un impacto limitado en términos de los objetivos a conseguir; o la
llamada “escuela al campo” que institucionalizó la pretendida vinculación
agrarista de los revolucionarios, se encuentran en lugares oscuros de la
memoria colectiva de miles de cubanos.
Pero al margen de este tipo de
iniciativas, de fuerte contenido demagógico, los cambios introducidos en la
educación arrasaron con lo que había sido la tradición cultural y formativa de
los cubanos de las primeras cinco décadas de existencia de la República. Muchos
maestros y profesores tuvieron que resignarse ante las consignas
“revolucionarias” en las escuelas, ahora confiscadas a la propiedad privada y
la Iglesia, entre otros. La uniformidad de las enseñanzas, la obligatoriedad de
la ideología comunista en los planes de estudio, y el apartamiento de aquellos
docentes que no compartían las nuevas directrices del régimen, conformaron en
la escuela cubana un estrés que duró los primeros diez o quince años del
régimen.
La institucionalización soviética
posterior continuó profundizando en el modelo, al tiempo que la elección de
profesión por el régimen político coartaba la vocación y la libre elección de
carrera. Para acceder a los estudios superiores, no sólo había que mostrar un
talante comunista de vanguardia, sino serlo. Las “becas” aislaban a los hijos
de las familias, rompiendo los vínculos entre padres, abuelos e hijos. Nunca antes se produjo un coste social tan
elevado en la aplicación de unas medidas que obligaban a los niños a vestir con
una absurda uniformidad, y aspirar a ser como un personaje cuyo único mérito
había sido apretar con facilidad y ligereza el gatillo, el Che.
Cabe preguntarse qué se puede
esperar de un sistema educativo de estas características, pero las cosas fueron
evolucionando con el paso lento del tiempo. Los cubanos residentes en el
exterior no hacíamos más que escuchar letanías sobre el “milagro” de la
educación, pero cuando recibíamos alguna carta de nuestros familiares
residentes en la Isla, sobre todo de los más jóvenes ya educados en el
castrismo, las faltas de ortografía, las habilidades de comunicación y
expresión escrita, se multiplicaban de forma sorprendente.
La evolución desde el período
especial es bien conocida, por la falta de inversión, y en los últimos años,
los compromisos con Venezuela, han vaciado la Isla de profesores cualificados
rumbo al país sudamericano. El sistema educativo se ha ido por el precipicio
del desastre. No es extraño que para abordar la actual reforma, “los expertos consideran
fundamental la preparación y atención al personal docente en un sentido”, el
punto débil del sistema.
Al recargar buena parte del peso
del ajuste sobre los docentes, el régimen se escuda ante la sociedad y fija
quiénes son los responsables del actual estado del sistema. Injusto, porque en
la Isla siempre ha existido una vocación pedagógica, incluso anterior a 1959,
con un notable desarrollo de la escuela pública, muy superior al de otros
países de América Latina.
Yo tengo poca fe en esta reforma
que se anuncia.
La exposición de las autoridades
sobre lo que se pretende hacer tiene poco sentido. Que la escuela se parezca más a la realidad
del país, o dicho de otro modo “que gire sus enseñanzas hacia la tierra, sin
dejar de tener en cuenta los adelantos actuales de la ciencia y la tecnología”
no es más que un vago enunciado de propósitos.
Les explicaré por qué. La
presencia de la cultura popular y local como identidad nacional, haciendo que
el centro escolar se parezca al lugar en que se encuentre, apunta a la
aparición eventual de diferencias en un país que hasta ahora siempre ha
apostado por un igualitarismo a ultranza.
Que se pretenda que la escuela
actúe como mediadora de otros procesos sociales, influyendo en la formación de
las nuevas generaciones ante la “subversión enemiga”, vuelve a ser más de lo
mismo de siempre. La idea de preparar a los jóvenes para vivir en “familia y en
el respeto a la ancianidad, debido a la conformación etaria que va teniendo
nuestra sociedad”, pertenece a una concepción que entra de lleno en valores,
actitudes y creencias que rompen con la tradición instaurada en 1959. No sé en
qué medida se pueden recuperar tales valores por quiénes precisamente los
eliminaron.
La reforma, “el perfeccionamiento
del sistema nacional de educación” empleando la terminología castrista, se
encuentra relacionada con “el funcionamiento del sistema escolar, de los planes
de estudio y de las relaciones de la escuela con los estudiantes y sus
familiares”, pretende incidir en la necesidad de nuevos libros de texto y
cuadernos de trabajo. Y como viene siendo habitual, el régimen piensa que “debe
ser meditado y planificado, para que pueda ser ejecutado en el contexto de la
realidad económica del país».
Siento mucho no poder compartir
este tipo de enfoques. Estoy de acuerdo en que hay que reformar el sistema
educativo castrista. Por supuesto que sí. Pero la reforma no es una simple capa
de pintura y algunos cuadros en la pared de la desvencijada y maltrecha
estructura. La reforma debería suponer la destrucción para la construcción. Lo
que los expertos denominan la “deconstrucción” del sistema. Y para ello,
ofrezco algunas ideas.
Los economistas tenemos una visión del sistema educativo y formativo, que en ocasiones, no coincide con la que poseen los expertos del sector. Aportamos una perspectiva que trata de conectar los procesos de aprendizaje con las necesidades del tejido productivo, y para ello trabajamos con conceptos como la cualificación y el capital humano. Ninguno de los dos se vislumbran en las propuestas de la reforma castrista del sector educativo, a pesar de su urgente necesidad.
Primero, es preciso fomentar la
educación en los valores de la libertad individual, en la libre elección, en
los valores de la libre empresa, de la asunción de riesgos, de la prueba y
error, de la capacidad para creer en las posibilidades de uno mismo. Hay que
fomentar los valores asociados al trabajo en equipo, el liderazgo, la expresión
individual y no asamblearia. Cualificaciones que son fundamentales para
afrontar los cambios tecnológicos y productivos. La escuela debe orientar al
alumno para que aprenda a aprender.
Segundo, los planes de estudio
deben quedar desprovistos de la trasnochada ideología marxista leninista, y
tienen que apostar por una enseñanza coherente y honesta de la Historia de la
patria antes de 1959, fomentando los valores críticos y reflexivos en los
estudiantes, la percepción de sistemas, modelos y estilos de vida alternativos
a los impuestos por el régimen, y que son perfectamente viables en un entorno
de libertad.
Tercero, qué decir del
comportamiento democrático del que está necesitado la sociedad cubana. Valores
como la participación, el compromiso, la lealtad, la solidaridad entendida de
acuerdo con los criterios democráticos. Pensamiento crítico hacia estructuras y
organizaciones ineficientes y burocráticas, así como hacia el papel que
desempeñan los medios libres de comunicación, la libertad de expresión, de
asociación y de reunión.
Cuarto, es preciso que el sistema
educativo cubano vuelva a recuperar su tendencia histórica, fomentando la libre
enseñanza, la participación de la iniciativa privada en todos los niveles del
sistema educativo y formativo, tanto de la Iglesia, como de cooperativas, como
instituciones internacionales. Un adecuado equilibrio entre lo público y
privado, que facilite la apertura progresiva de espacios de libertad.
Quinto, es necesario apostar por
la investigación científica práctica y aplicada. Todo ello, debe conducir a
fomentar en los jóvenes los valores de la innovación, del riesgo, de la
asunción de errores, de la capacidad para crear desde la individualidad. De
levantarse después de haber caído y de continuar.
Bien sé que no es tarea fácil y que las autoridades del régimen jamás apostarán por un modelo como el descrito, que llegará
finalmente a la sociedad democrática y libre cubana. No tardará mucho tiempo.
Reformas como la que ahora se van a emprender están condenadas a ser archivadas
antes de su aplicación.
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