Con la tierra como objeto de recaudación tributaria
Elías Amor Bravo, economista
A alguien que debe saber mucho de cómo funciona
una economía se le ha ocurrido la brillante idea de aplicar un nuevo
impuesto para “desterrar lo ocioso de la tierra”. Este es el
titular de una sorprendente noticia publicada en Granma que admite
una valoración alternativa. El nuevo impuesto entrará en vigor en
el segundo semestre de este año y será perjudicial para el sector
agropecuario privado. Espero que den marcha atrás. Ojalá los
argumentos que se ofrecen en este artículo sirvan para ello. Lo
dudo. Ante un déficit presupuestario inicial del 11%, los márgenes
son limitados. La voracidad fiscal está fuera de duda.
La cuestión es si podrán lograr el objetivo de
estimular la explotación eficiente de la tierra, ponerla a producir.
Las autoridades se cubren la espalda y afirman que no se trata de un
impuesto de vocación recaudatoria, aunque esa segunda derivada
siempre está ahí.
Este nuevo impuesto, que pomposamente se ha
denominado “impuesto por la ociosidad de tierras agrícolas y
forestales” empezará a aplicarse en las provincias de Pinar del
Río y Cienfuegos, y se trabajará para extenderlo a otros
territorios. Nada hay que justifique esa aplicación parcial. Mal
empezamos. Ni mucho menos la gradual, contemplada en la Ley No. 113
del Sistema Tributario, según la cuál se requiere la “creación
de condiciones técnicas y organizativas basadas en los controles de
la tierra, la evaluación de su calidad y de su nivel de
explotación”. Cuando las tierras estaban ociosas en manos del estado, nadie pensó en impuestos. Ahora que las gestionan agricultores privados, si.
De acuerdo con la letra de la Ley, “se
consideran tierras ociosas aquellas que no están en producción
agrícola, pecuaria o forestal, con excepción de las que sea
necesario dejar en descanso, en pos de la rotación de cultivos; o
aquellas que estén cubiertas de marabú, malezas o plantas
invasoras; y las deficientemente aprovechadas, de conformidad con lo
establecido en la legislación especial”. Conviene recordar que la
entrega de tierras a los agricultores, que no la propiedad, se
justificó en su momento porque las tierras estatales que habían
sido confiscadas por la revolución, sin pago a sus legítimos
propietarios, se encontraban realmente ociosas e improductivas, tras
décadas de desidia. De ese modo, Raúl Castro acordó entregar
tierras a los agricultores para que las desbrozaran y las pusieran en
cultivo, en un intento de reducir las gravosas importaciones de
alimentos.
Que los arrendatarios hayan abandonado tierras,
dejándolas ociosas tras las entregas realizadas por el gobierno es
lo que ha llevado al régimen a introducir este nuevo impuesto sobre el sector agropecuario, que según se señala en Granma
“ha tenido un tratamiento diferenciado en materia tributaria, a la
vez que se señala que están obligadas a su pago las personas
naturales y jurídicas que posean tierras agrícolas y forestales
ociosas, sean estas de su propiedad o estatales”.
Lo primero que se tienen que plantear las
autoridades es por qué las tierras arrendadas, que se supone que
iban a ser explotadas por los agricultores para producir alimentos,
se quedan ociosas tras un breve período de menos de una década de
aplicación de la medida. No se dice nada de esto en el artículo de
Granma, pero creo que valdría la pena reflexionar sobre esta
cuestión partiendo del supuesto que la vagancia o la desidia no
entra en el modelo de comportamiento de quiénes decidieron
enfrentarse al espinoso marabú y poner en explotación tierras que
habían sido abandonadas por el estado de forma lamentable.
El abandono puede venir motivado por varias
razones, y ninguna de ellas se corrige con impuestos.
Primero, la rentabilidad de las explotaciones.
Nadie trabaja por gusto. Si arar la tierra, sembrarla, abonarla,
cosecharla y vender no genera suficientes ingresos, es lógico que
decaiga el interés. Los agricultores cubanos saben que ni siquiera
asociándose a las cooperativas pueden afrontar los costes de los
insumos o acceder a bienes de equipo que incrementen la
productividad. Y lo que es peor, al final del proceso, cuando llega
el momento de llevar la producción al mercado, la indolencia de
acopio, deja sus productos abandonados en los surcos. Sin seguros ni
coberturas de riesgo, la pérdida de ilusión y expectativas puede
con cualquiera.
Segundo, el tamaño de las explotaciones. La
reducida dimensión de las parcelas que se entregan en arrendamiento
y la prohibición expresa de aumentar sus tamaños, impide alcanzar
economías de escala a los productores, de modo que la capacidad para
producir a bajos precios, queda comprometida. De ese modo, cuando el
estado controla los precios y éstos no compensan los costes de
producción, no sólo se reduce la oferta y se entra en
racionamiento, sino que muchos productores se desinteresan por
trabajar la tierra. Los costes de producción deben guardar relación
con los precios, incluso cuando el estado los pueda “topar” como
ocurre en Cuba con frecuencia.
Tercero, los cambios de actividad. Es normal. La
gente prueba y si no se siente a gusto, abandona. Otro vendrá. El
tema es que esa circulación en el ámbito de la explotación
agropecuaria no resulta fácil en Cuba, ni por el trabajo intenso que
se requiere, ni tampoco porque abunde mano de obra interesada en
ocupar empleos en la agricultura, ante la falta de expectativas. En
Cuba, los procesos de titularidad, entrega de tierras, selección de
arrendatarios, puesta en funcionamiento son tan complejos y
burocráticos que mucha gente, ni lo intenta.
Cuarto, y tal vez el más importante, la propiedad
de la tierra nunca será privada. Los arrendatarios lo saben, porque
esa es la base del sistema. Trabajarán tierras que jamás serán
suyas realmente. Ni aún cuando pasen 50 años; nunca. Por lo pronto,
el estado impide que la pueden vender, alquilar, hipotecar para
incrementar sus ingresos y dedicarse a otras actividades
empresariales, nada. Todo es girar en el mismo círculo vicioso de
ineficacia que impide a la economía prosperar. El pasado mes de junio el régimen alargó el plazo de
posesión de las tierras, de 10 a 20 años, alegando al mismo tiempo que jamás cedería a los privados
los derechos de propiedad, al tiempo que procedía
a endurecer los requisitos para la concesión de nuevas tierras. En
concreto, se estableció que "las personas naturales tendrían
que trabajar y administrar la tierra de forma personal y directa"
así como la aplicación progresiva de "los impuestos previstos
en la Ley Tributaria concernientes al uso, posesión y ociosidad de
la tierra".
Por todas estas razones, y muchas más, lo raro es
que haya habido productores agrarios que acepten las duras
condiciones del régimen para trabajar la tierra. Ahora, por si no
fuera poco lo anterior, el impuesto se concreta en el pago de una
cuantía fija por hectárea según la categoría de la tierra que
corresponda. Para ello se establecen cuatro categorías, de acuerdo
con la calidad de los suelos, de modo que el máximo valor a pagar
por hectárea ociosa es de 180 pesos y el mínimo de 45 pesos.
A los efectos del cálculo del Impuesto, se tiene
en cuenta la extensión de superficie ociosa que conste en el
Certificado de Explotación de tierras agrícolas y forestales que
emita el Ministerio de la Agricultura (Minag) a los propietarios y
poseedores de tierras y a la Oficina Nacional de Administración
Tributaria (ONAT). Este certificado responde a los datos que se
consignen en el Balance de Uso y Tenencia de la Tierra de este año,
el cual cierra en el mes de junio de modo que la recaudación
empezará en el segundo semestre.
A diferencia de los demás tributos que pagan los
emprendedores en la agricultura, este no es deducible, o sea, no se
puede descontar a la hora de calcular, por ejemplo, el Impuesto sobre
Utilidades, si se trata de una persona jurídica, o el Impuesto sobre
Ingresos Personales, si corresponde a una persona natural.
Fijar impuestos sobre tierras ociosas que no
pertenecen a quién las trabaja, sino que son de propiedad del estado totalitario, que
es el que ahora quiere cobrar el impuesto, es una aberración que
solo puede provocar un abandono masivo de las explotaciones, con los
daños que ello puede provocar en la producción agropecuaria. Las
reformas raulistas a partir de 2008 han creado un limbo en el campo
cubano que no permite mejorar la escala de la producción y con ello,
producir a costes más bajos para vender más.
Por el contrario, la entrega de tierras estatales
a cuenta gotas e incluso su paralización, está provocando que la
dinámica sectorial sea mucho más lenta y torpe de lo esperado. No
es la solución que se requiere. Tan solo apostando por un marco de
derechos de propiedad de la tierra que permita su compra y venta,
alquiler y acumulación, traspaso y herencia a legítimos
propietarios, puede hacer que Cuba vuelva a ser la potencia agrícola
anterior a 1959. Son muchos años de colectivismo e ideología
comunista en las políticas de la tierra que no conducen a ningún
sitio, solo a miseria y escasez. Ya deberían saberlo.
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