Homenaje al maestro cubano en su día

Elías Amor Bravo economista

Mi deuda con el maestro cubano es eterna. Y ciertamente, como algunos lectores de este blog me recuerdan, nunca he escrito sobre lo que representa para mí una figura entrañable, que guardo en el recuerdo y de la que quiero dar testimonio: el maestro. 

Por eso, aprovechando que hoy es 22 de diciembre y que en Cuba se celebra el día del educador, voy a tratar de sondear en mis recuerdos, ya lejanos, sobre mis maestros y, sobre todo, la figura que siempre me acompañó a lo largo de la vida, mi madre, maestra de la escuela normal en los años 40, y después doctora en pedagogía a partir de 1950 en la universidad de La Habana, una mujer cubana excepcional de su tiempo, que supo trasmitir su vocación por la educación y la docencia.

Los comunistas declaran el 22 de diciembre como día del educador, porque, al parecer, en esa fecha allá por el lejano 1961 a Fidel Castro se le ocurrió que, concluida la campaña de alfabetización, Cuba era ya territorio libre de analfabetismo. Lo cierto es que, visto en perspectiva, aquella declaración fue uno de los actos de propaganda más descarados de Castro, justo el año en que dejó de ser verde como las palmas para declararse lo que verdaderamente era, marxista y leninista, dando un giro de 180º a la historia de la nación.

Cuesta creer que en poco más de seis meses se pusiera fin al analfabetismo, porque, además, por otro lado, a pesar de las estadísticas que los comunistas se esfuerzan en divulgar, las tasas de analfabetismo de Cuba eran a finales de los años 50 de las más bajas de América Latina y comparables con las que existían en países de nivel de desarrollo superior.

De modo que reconocer el 22 de diciembre el papel del maestro cubano está muy bien, pero querer asociarlo a esa “gesta cultural” de la que hablan los comunistas, me parece un engaño, lo mismo que el embargo/bloqueo. Y me gusta que se produjera en 1961 porque ese fue el año en que me incorporé al sistema educativo. Era muy pequeño, y mis padres decidieron que, tras el nacimiento de mi hermana, lo mejor era que asistiese a la escuela en Santiago de las Vegas. De modo que. en septiembre de 1961 con apenas 3 años, encaminé mis pasos hacia la escuela de las hermanas Carral en la calle 4 de mi añorado Santiago de las Vegas, que justo el año anterior había sido confiscada por las autoridades a sus dueñas, y renombrada como Julio Antonio Mella.

Las hermanas Carral eran unas profesionales de la educación, con una gran vocación, y que, tras años de esfuerzo y ahorros, habían conseguido alumbrar su escuela para niños hasta los 11 años dentro del sistema educativo cubano. Una de las muchas escuelas privadas de calidad en las que nadie era excluido, gracias a las generosas ayudas del gobierno. Pero al triunfar la revolución y comenzar las expropiaciones, acabaron perdiendo su escuela y como muchos miles de cubanos, tuvieron que escapar a Estados Unidos para evitar represalias de las turbas. Yo no viví aquellas escenas, era muy pequeño, pero los que contaban lo ocurrido, sentían especial lástima por aquellas mujeres que se perdieron para siempre en el recuerdo, como otros muchos cubanos.

Así que, allí en el colegio Julio Antonio Mella pasé los primeros 9 años de mi vida escolar hasta que en 1969 mi familia abandonó el país. Mis recuerdos de aquella escuela no podrían ser mejores. Y desde luego, siento especial añoranza por los maestros que tuve la suerte de disfrutar, desde la cariñosa Candy Villavisanis, que se enternecía al ver que mi abuela no conseguía dejarme los primeros días por el llanto de ambos al separarnos, a la entrañable Dalila, madre de uno de mis mejores amigos de toda la vida Quino, y desde luego, dos maestros que nunca olvidaré, Lugo y Cancio.

De Lugo aprendí muchas cosas, como sintetizar e interpretar las cosas, con un dominio de las matemáticas que me sorprendió al llegar a España y contrastar mis conocimientos con los de otros niños españoles de la misma edad.

De Cancio aprendí la estética y la capacidad para esquematizar los conocimientos. Ambos fueron esos maestros que al frente del aula conseguían atraer la atención de mis compañeros, a los que dejé de ver al salir de Cuba creyendo que los había perdido para siempre, y que, sin embargo, casi medio siglo después recuperé en una reunión celebrada en la capital del exilio cubano, Miami.

Recuerdo que allí, el tema de conversación que nos unía, eran los maestros que habíamos tenido y aproveché aquella ocasión para ponerme al día con las historias que me contaron los que siguieron viviendo en Cuba tras la salida de mi familia en 1969. 

Y efectivamente, aunque en años siguientes he estudiado en numerosas escuelas, colegios e instituciones, incluida la universidad, nunca he podido olvidar a aquellos maestros que me acompañaron en los primeros años de mi vida. Maestros que nada tenían que ver con la revolución emergente que todo lo quería controlar ya en aquellos años brutales.

Maestros comprometidos con su vocación por la enseñanza en unos valores que, por suerte, nada tenían que ver con las algaradas y alborotos que, día sí y al otro también inundaban la vida de los cubanos en aquellos años. Los niños no sabíamos bien lo que estaba pasando, pero íbamos siendo víctimas de los experimentos colectivistas y totalitarios. Nos refugiábamos en la escuela y en los maestros, pero ya entonces, el miedo impedía dar la información correcta, y el consejo que nos daban era, hacer lo mismo que los demás, aunque no se estuviera de acuerdo con la línea dominante.

De aquellos años intensos recuerdo el día que nos concentraron en el patio para que la directora, Marcelina, leyese por megafonía la noticia de la muerte de aquel personaje por el que nunca sentí nada especial, Che Guevara; o cuando nos intentaron convencer de las hazañas del chinito llamado Nguyen van Troi, que no era chinito sino vietnamita, un país en el que solo se sabía que había una guerra de Estados Unidos. O aquel día que nos llevaron a plantar maticas de café sin aviso a nuestros padres y algunos niños enfermaron de insolación, o cuando denigraban en el aula de los que habíamos decidido tomar la primera comunión.

Eran numerosas situaciones excepcionales, pero ninguna tenía que ver con la calidad y la ética de nuestros maestros que, eran también víctimas del sistema que iba adueñándose de todos los resortes de la nación. Maestros que todavía, con grandes dificultades, eran capaces de recompensar el esfuerzo de los estudiantes al margen de las consignas políticas comunistas que luego llegaron con especial fuerza. A mí me entregaron en aquella escuela, cuando tenía 7 años, el “Beso de la patria” en un acto cívico que mis padres guardaron para siempre en la memoria con fotografías que me devuelven al calor de aquel día. y que forman parte de mi esencia, de lo que me siento especialmente orgulloso.

Mi madre, maestra y doctora en pedagogía, que fue enviada a alfabetizar a sierra maestra y sabía muy bien de qué iba todo aquello, lo pasó peor en aquella deriva de acontecimientos que iban sacudiendo a la sociedad cubana en los años 60 del siglo pasado, y observando que conforme sus compañeras iban saliendo del país, se fue quedando cada vez más sola, hasta que recibió uno de aquellos juicios populares en su propia escuela, viéndose obligada a abandonar su empleo por haber pedido salir del país. En España volvió a ejercer el magisterio y supo trasmitir su vocación a sus descendientes. Mi recuerdo es para ella también en este 22 de diciembre. 

En 1969 ya no empecé el curso en Julio Antonio Mella, sino en la secundaria que estaba en la calle 1. Lo cierto es que no estuve mucho tiempo allí porque la autorización para salir del país llegó cuando apenas llevaba tres meses. No tuve que ir a la escuela al campo, como mis compañeros, y escapé del uso diario de aquella pañoleta que nos identificaba como pioneros por el comunismo, seremos como el Che.

Con los años, la escuela comunista iba siendo cada vez más de griterío, alboroto y consignas repetitivas, que de análisis, interpretación y síntesis propia de los primeros años. La escuela iba en claro retroceso y quizás tal cosa fue perceptible con el paso de los años, pero eso ya no lo viví, me lo contaron mis compañeros que se quedaron más tiempo en Cuba y que acabaron igualmente dejando el país en fechas posteriores.

De ellos solo me guardo un comentario que me hicieron nada más verme en Miami medio siglo después de la separación. Un comentario que me conmovió, y que era que mi pupitre permaneció vacío aquel curso escolar. Hubo un maestro que dio la orden de que quedase así, mis libretas, mis trabajos, mis dibujos, todo lo que pudiera recordar mi paso por aquella escuela, desapareció. Aquel maestro era de las primeras promociones de comunistas que llegaron a la escuela cubana con unas consignas y nuevas lealtades. No sé si el comunismo habrá hecho lo mismo con otros. El asunto es que yo era un niño de solo 10 años. Hoy día del maestro me he acordado de todo aquello y lo quiero compartir. 

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