El desarrollo del comercio exige cambios estructurales en la economía castrista
Elías Amor Bravo, economista
Acabo de leer un artículo en Granma de Alfonso
Nacianceno, titulado, “Complacer al consumidor” que voy a recomendar a mis
alumnos de primer curso de Economía en cuanto empiecen de nuevo las actividades
lectivas. El artículo no tiene desperdicio. Nos introduce en la casuística de
una joven pareja que en La Habana visita unos establecimientos especializados
para comprar una “lámpara para la cocina”.
Me gusta el artículo porque ejemplifica el
proceso de elección del consumidor a partir de un análisis microeconómico muy
sencillo. Y cito textualmente,
“Si usted determina que le hace falta, por ejemplo, una
lámpara para el cuarto, la cocina o el baño de la casa, se lanzará a la
aventura, primero, de buscar la adecuada al precio que le permite su bolsillo
y, al mismo tiempo, elegirá una que se vea fuerte, elegante y eficaz. Recuerdo
aquel adagio de décadas atrás, cuando nuestros abuelos buscaban lo bueno,
bonito y barato”.
Cierto, la economía tiene mucho de sentido común,
Y en el castrismo, este proceso no sólo se considera una “aventura”, sino que
se advierte que durante décadas, simplemente no ha sido posible por la “ausencia
de gama de productos”. El autor mismo lo reconoce cuando dice textualmente, que
“Cosas así suceden porque nos hemos acostumbrado a aceptar lo
que nos vendan, sin defender el derecho a recibir el mejor trato y la calidad
de la compra. Si en años precedentes no existía una gama de productos para los
diferentes gustos y era menester resolver los diarios y acuciantes problemas a
como diera lugar, hoy ya es hora de ir erradicando esa mentalidad de “esto es
lo que te toca, y no discutas”.
¿Aceptación pasiva del producto
ofrecido? Pero, ¿quién pensaba en protestar? ¿“Derechos del consumidor”? ¿Donde
se regulan estas cuestiones en la economía castrista donde la libreta de
racionamiento es la última expresión de la ausencia de cualquier derecho de
elección libre?.
No sé. Esas referencias a “los
años precedentes” en los que no existía posibilidad alguna de elección, puede
costar alguna reprimenda al autor de este artículo. Yo no voy a entrar en esas
consideraciones. Tan solo quiero aprovechar este espacio para añadir algunos
aspectos fundamentales para que los cubanos puedan elegir en libertad, como en
cualquier otro país del mundo.
La elección del consumidor
depende de la variedad, y la existencia de alternativas, de sus gustos y
preferencias y de los ingresos que dispone, así como de los precios. No es una
decisión fácil.
Al final, de nada sirve ponerse a
elegir si no existe una oferta abundante y de calidad. Es decir, que como en el
“cuento de la lechera”, no es posible contar con un cántaro antes de disponer
de vacas suficientes para ordeñar. Sé que esto no se comprende muy bien en la
economía castrista, donde no existe la libertad de empresa, y en la que se
limitan e interfieren las decisiones productivas diariamente por medio de un
sistema que no autoriza la libertad de mercado y la propiedad privada.
Pero este es el origen del
proceso: la existencia de empresas que fabriquen productos competitivos, de
calidad y a buen precio, que se trasladen al mercado, no para cumplir un
determinado formulario ideado por un aburrido burócrata planificador, sino por
una necesidad objetiva de vender, de obtener ingresos con los que pagar
salarios competitivos, materias primas, energía, electricidad, etc, y por
supuesto retribuir a los propietarios de la empresa por su empeño en el
negocio. Nada hay de ilegítimo en ello, y así funcionan las empresas en
cualquier país del mundo. Así lo hicieron en Cuba antes de las confiscaciones “revolucionarias”.
Si no garantizamos las
condiciones de la oferta, esta pareja habanera tendrá que elegir lo que le
ofrezcan, sin tener en cuenta sus gustos y preferencias, ingresos disponibles o
precios, por mucho que el articulista quiera ver algo que realmente no existe.
Y si el número de empresas
productoras es fundamental, también hay que asegurar que no existan solo tres o
cuatro tiendas o establecimientos comerciales especializados. En una ciudad de
dos millones de habitantes largos, la dinámica comercial apunta a un desarrollo
muy superior al que posee actualmente La Habana. La atención de los vendedores,
su capacidad para resolver problemas, su amabilidad en el trato dependerá de la
existencia de tiendas competidoras, entre las que los precios y los servicios
serán distintos para que los consumidores tengan auténtica libertad de
elección.
Pero vuelvo de nuevo al origen de
todo este proceso: sin producción, y salvo que se quiera depender del exterior
para todo, no existirá comercio.
Y por último ingresos para
gastar. Si el sueldo medio de los cubanos no supera los 20 dólares al mes,
cualquier producto que cueste sólo 2 dólares supondrá disponer de un 10% de los
ingresos de una sola vez. Inadmisible. Esa pareja que busca lámparas para la
cocina por La Habana debe tener asegurados unos ingresos mensuales acordes con
su cualificación y productividad, que les permitan disfrutar de una calidad de
vida. Posiblemente, eso lo conseguirían trabajando en empresas privadas
competitivas cuyo objetivo es la venta a clientes en los mercados. Y volvemos
así al principio.
La Habana ya tuvo una época de
esplendor comercial espectacular a mediados de los años 50. Nos recreamos con
el recuerdo de aquella era observando fotografías que nos descubren el paraíso
de la libertad de elección. Estoy seguro que ello volverá a ocurrir. Pero nunca
en las condiciones obsoletas e improductivas de la economía castrista, por
mucho que se empeñen en decirnos lo contrario. Lo siento.
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