Díaz Canel: la desigualdad y el crecimiento económico
Elías Amor Bravo, economista
Tres discursos se han producido ayer en La Habana durante la 37 reunión de la CEPAL que se celebra estos días en el Palacio de Convenciones de la capital cubana. Tres discursos de Díaz Canel, Antonio Guterres y Alicia Bárcena. Y los tres, más o menos, han venido a decir lo mismo. Lo que pasa es que, o algo se les ha olvidado, o no han querido mencionarlo de forma expresa. Y curiosamente, eso que se han dejado en el tintero es lo más importante para el funcionamiento de una economía: me refiero al crecimiento.
Porque de nada sirve apostar por corregir la desigualdad social y anunciar a bombo y platillo que “nunca aplicaremos las conocidas terapias de choque que solo afectan a los más necesitados”, como dijo el nuevo dirigente castrista, si previamente no se genera suficiente producción para todos. La lucha por la equidad solo tiene sentido cuando hay realmente algo que repartir entre los distintos agentes económicos y sociales. Ese es el momento en que se puede afrontar la desigualdad con alguna posibilidad de acierto. Cualquier otro planteamiento es un brindis al sol.
Díaz Canel atribuyó en su discurso lo que él entiende por desigualdad al “pasado colonial, que afecta a las poblaciones indígenas, personas afrodescendientes, a las niñas y a las mujeres” y como no podría ser de otro modo, el culpable es “el imperialismo, el neoliberalismo, las políticas macroeconómicas que durante décadas favorecieron a las transnacionales e hicieron más profundas las diferencias: de clases, por el color de la piel, territorios y población urbana y rural”. Es el alegato más infantil e imprudente que un dirigente político puede tener ante el resto del mundo.
Porque es cierto que planteó como desafíos “el lento crecimiento de la productividad, la falta de diversificación de la estructura productiva y la pobre modernización tecnológica” que son el nudo gordiano de lo que en alguna ocasión he denominado el círculo vicioso de la economía castrista, pero se quedó solo en eso, una enumeración sin más. Pero esos desafíos están motivados por las debilidades de la economía castrista, y nadie está haciendo nada por corregirlos. Todo lo contrario.
La obsesión con la riqueza del régimen castrista ha llevado a que en Cuba, en vez de generar crecimiento de la producción, para luego proceder a su reparto equitativo, se destruye. Ya lo hicieron entre 1959 y 1967 cuando nacionalizaron sin compensaciones las propiedades de varias generaciones de cubanos, que habían sido construidas con el esfuerzo del trabajo duro y el sudor. Y 59 años después, siguen igual, incapaces de generar productividad, crecimiento y bienestar para todos.
Además, la experiencia confirma que el modelo castrista, cuando se implanta en otros países, por ejemplo Venezuela, arrastra los mismos efectos de racionamiento, pobreza, desigualdad, hambre y falta de productividad y estancamiento. Y ello, en economías como Venezuela que cuentan con abundantes recursos naturales. El modelo castrista propende al caos, y lo hace porque básicamente es contrario a la razón humana, que se fundamenta en principios como la innovación, el logro, el esfuerzo, la retribución en función de resultados, la generación y acumulación de riqueza personal y colectiva. Todas estas fuerzas económicas están simplemente proscritas en Cuba y en todos los enunciados del régimen castrista se las penaliza, castiga y proscribe. Pensábamos que era un problema de manía obsesiva de los Castro, pero al parecer no es así. Díaz Canel ha heredado esa enfermedad, y lo que es peor, hace alarde de ella.
Cualquier economista sabe que en el mundo actual, “la distribución de los ingresos y la riqueza constituye el elemento central para cerrar la brecha de la desigualdad”. Sociedades más justas favorecen la estabilidad social y el desarrollo económico en libertad. Para lograr ese objetivo es necesario antes producir lo suficiente para que todos, sin excepción, tengan acceso, en igualdad de oportunidades a “la alimentación, al trabajo, a la educación de calidad, a la salud, a la cultura y a mejores condiciones de existencia”. Lo que nos diferencia de planteamientos es el crecimiento de la renta de la economía. Casi nada.
Entendemos que ese objetivo de igualdad no se logra con intervencionismo estatal, ni con planificación central, ni con ausencia de derechos de propiedad, como en Cuba, sino con una política económica moderna, que apueste realmente por las capacidades de los ciudadanos y que fomente la igualdad de oportunidades y por supuesto, la justicia social. Porque aquellos que deseen emprender y crear negocios también reclaman justicia social para realizar sus proyectos de futuro. ¿O es que solo los obreros asalariados tienen derecho a existir en una nación?
Díaz Canel tiene que aceptar que solo se puede luchar contra el hambre, el analfabetismo y la incultura de millones de personas, generando recursos suficientes para que el estado pueda desarrollar sus políticas sociales. Pero esa acción legítima de los estados no es incompatible con la actividad privada libre, con la empresa y la acumulación de renta y riqueza, que son los pilares del crecimiento económico. Cuando se hacen bien las cosas, “nadie se queda atrás” y todo el mundo se coloca delante. El problema es que en Cuba, con una sola ideología permita por el sistema político, la comunista, es imposible contemplar la realidad desde una perspectiva plural como ocurre en los sistemas mixtos, que son los que más han prosperado en la economía mundial.
Lo peor de todo es que no hay un solo elemento al que aferrarnos en el llamado “Plan Nacional de Desarrollo Económico y Social hasta 2030” redactado bajo el mandato de Raúl Castro y que Díaz Canel se propone ejecutar de principio a fin. Tampoco lo hay en el denominado “Modelo Económico y Social”, que comenzó en 2011. Se trata de documentos que, de forma irresponsable, proyectan el cascarón vacío de ineficacia que es la economía castrista hacia el futuro, sin realizar los cambios estratégicos que son necesarios para su modernización.
Luego, cuando dentro de unos años, hagan balance y vean que desastroso resultado de la política de captación de inversiones extranjeras, culparán a EEUU y al bloqueo como siempre. Y cuando los acreedores pongan difícil la renovación de los préstamos, lanzarán campanas al vuelo tratando de culpar a los organismos internacionales como el FMI, o a la OEA, o a cualquiera que no comulgue con sus planteamientos, lo que no es admisible. La economía de Cuba puede volver a generar riqueza y crecimiento económico para todos, pero eso exige un cambio ideológico y abandonar clichés del pasado. Tampoco se necesitan las "terapias de choque" a las que teme Díaz Canel. Por desgracia, ni Guterres ni Bárcena en sus discursos han contribuido a arrojar algo de luz en la oscuridad de un túnel que dura 59 años. Tal vez han dado a Cuba como caso perdido.
Tres discursos se han producido ayer en La Habana durante la 37 reunión de la CEPAL que se celebra estos días en el Palacio de Convenciones de la capital cubana. Tres discursos de Díaz Canel, Antonio Guterres y Alicia Bárcena. Y los tres, más o menos, han venido a decir lo mismo. Lo que pasa es que, o algo se les ha olvidado, o no han querido mencionarlo de forma expresa. Y curiosamente, eso que se han dejado en el tintero es lo más importante para el funcionamiento de una economía: me refiero al crecimiento.
Porque de nada sirve apostar por corregir la desigualdad social y anunciar a bombo y platillo que “nunca aplicaremos las conocidas terapias de choque que solo afectan a los más necesitados”, como dijo el nuevo dirigente castrista, si previamente no se genera suficiente producción para todos. La lucha por la equidad solo tiene sentido cuando hay realmente algo que repartir entre los distintos agentes económicos y sociales. Ese es el momento en que se puede afrontar la desigualdad con alguna posibilidad de acierto. Cualquier otro planteamiento es un brindis al sol.
Díaz Canel atribuyó en su discurso lo que él entiende por desigualdad al “pasado colonial, que afecta a las poblaciones indígenas, personas afrodescendientes, a las niñas y a las mujeres” y como no podría ser de otro modo, el culpable es “el imperialismo, el neoliberalismo, las políticas macroeconómicas que durante décadas favorecieron a las transnacionales e hicieron más profundas las diferencias: de clases, por el color de la piel, territorios y población urbana y rural”. Es el alegato más infantil e imprudente que un dirigente político puede tener ante el resto del mundo.
Porque es cierto que planteó como desafíos “el lento crecimiento de la productividad, la falta de diversificación de la estructura productiva y la pobre modernización tecnológica” que son el nudo gordiano de lo que en alguna ocasión he denominado el círculo vicioso de la economía castrista, pero se quedó solo en eso, una enumeración sin más. Pero esos desafíos están motivados por las debilidades de la economía castrista, y nadie está haciendo nada por corregirlos. Todo lo contrario.
La obsesión con la riqueza del régimen castrista ha llevado a que en Cuba, en vez de generar crecimiento de la producción, para luego proceder a su reparto equitativo, se destruye. Ya lo hicieron entre 1959 y 1967 cuando nacionalizaron sin compensaciones las propiedades de varias generaciones de cubanos, que habían sido construidas con el esfuerzo del trabajo duro y el sudor. Y 59 años después, siguen igual, incapaces de generar productividad, crecimiento y bienestar para todos.
Además, la experiencia confirma que el modelo castrista, cuando se implanta en otros países, por ejemplo Venezuela, arrastra los mismos efectos de racionamiento, pobreza, desigualdad, hambre y falta de productividad y estancamiento. Y ello, en economías como Venezuela que cuentan con abundantes recursos naturales. El modelo castrista propende al caos, y lo hace porque básicamente es contrario a la razón humana, que se fundamenta en principios como la innovación, el logro, el esfuerzo, la retribución en función de resultados, la generación y acumulación de riqueza personal y colectiva. Todas estas fuerzas económicas están simplemente proscritas en Cuba y en todos los enunciados del régimen castrista se las penaliza, castiga y proscribe. Pensábamos que era un problema de manía obsesiva de los Castro, pero al parecer no es así. Díaz Canel ha heredado esa enfermedad, y lo que es peor, hace alarde de ella.
Cualquier economista sabe que en el mundo actual, “la distribución de los ingresos y la riqueza constituye el elemento central para cerrar la brecha de la desigualdad”. Sociedades más justas favorecen la estabilidad social y el desarrollo económico en libertad. Para lograr ese objetivo es necesario antes producir lo suficiente para que todos, sin excepción, tengan acceso, en igualdad de oportunidades a “la alimentación, al trabajo, a la educación de calidad, a la salud, a la cultura y a mejores condiciones de existencia”. Lo que nos diferencia de planteamientos es el crecimiento de la renta de la economía. Casi nada.
Entendemos que ese objetivo de igualdad no se logra con intervencionismo estatal, ni con planificación central, ni con ausencia de derechos de propiedad, como en Cuba, sino con una política económica moderna, que apueste realmente por las capacidades de los ciudadanos y que fomente la igualdad de oportunidades y por supuesto, la justicia social. Porque aquellos que deseen emprender y crear negocios también reclaman justicia social para realizar sus proyectos de futuro. ¿O es que solo los obreros asalariados tienen derecho a existir en una nación?
Díaz Canel tiene que aceptar que solo se puede luchar contra el hambre, el analfabetismo y la incultura de millones de personas, generando recursos suficientes para que el estado pueda desarrollar sus políticas sociales. Pero esa acción legítima de los estados no es incompatible con la actividad privada libre, con la empresa y la acumulación de renta y riqueza, que son los pilares del crecimiento económico. Cuando se hacen bien las cosas, “nadie se queda atrás” y todo el mundo se coloca delante. El problema es que en Cuba, con una sola ideología permita por el sistema político, la comunista, es imposible contemplar la realidad desde una perspectiva plural como ocurre en los sistemas mixtos, que son los que más han prosperado en la economía mundial.
Lo peor de todo es que no hay un solo elemento al que aferrarnos en el llamado “Plan Nacional de Desarrollo Económico y Social hasta 2030” redactado bajo el mandato de Raúl Castro y que Díaz Canel se propone ejecutar de principio a fin. Tampoco lo hay en el denominado “Modelo Económico y Social”, que comenzó en 2011. Se trata de documentos que, de forma irresponsable, proyectan el cascarón vacío de ineficacia que es la economía castrista hacia el futuro, sin realizar los cambios estratégicos que son necesarios para su modernización.
Luego, cuando dentro de unos años, hagan balance y vean que desastroso resultado de la política de captación de inversiones extranjeras, culparán a EEUU y al bloqueo como siempre. Y cuando los acreedores pongan difícil la renovación de los préstamos, lanzarán campanas al vuelo tratando de culpar a los organismos internacionales como el FMI, o a la OEA, o a cualquiera que no comulgue con sus planteamientos, lo que no es admisible. La economía de Cuba puede volver a generar riqueza y crecimiento económico para todos, pero eso exige un cambio ideológico y abandonar clichés del pasado. Tampoco se necesitan las "terapias de choque" a las que teme Díaz Canel. Por desgracia, ni Guterres ni Bárcena en sus discursos han contribuido a arrojar algo de luz en la oscuridad de un túnel que dura 59 años. Tal vez han dado a Cuba como caso perdido.
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