64 años de la reforma agraria, nada que celebrar

Elías Amor Bravo economista

Fidel Castro desplegó un plan, sin apartarse ni un milímetro de su contenido, para alzarse con el poder en Cuba tras el régimen de Batista. Y en ese plan, una de las primeras actuaciones, cuando la maquinaria de fusilar iba a pleno rendimiento en la Cabaña, fue la ley de reforma agraria.

La ley fue uno de los actos mediáticos de aquel plan, y por ello, Castro decidió que se firmase en el paraje de Sierra Maestra de La Plata, en el municipio de Bartolomé Masó, en Granma, a más de 1.000 kilómetros de los despachos ministeriales de la capital donde el pánico empezaba a cundir entre los funcionarios del estado. Todo ocurrió el 17 de mayo de 1959. Ya se cumplieron 64 años. Toda una vida.

El régimen castrista convirtió la reforma agraria en uno de sus puntales de referencia. Tanto que, a nivel internacional, otros intentaron copiar, pero acabaron tirando la toalla. La usurpación de poder económico que tuvo lugar en Cuba en favor del estado provocó un trauma muy difícil de superar en un sector productivo que, hasta entonces, había generado suficientes alimentos para dar de comer a toda la población y contaba con dos productos de exportación con los que se obtenían ingresos del exterior, caña y tabaco. Nunca después en la historia ha habido procesos similares en otros países del mundo.

La reforma agraria tuvo lugar en Cuba porque las circunstancias del momento lo permitieron. Los poderes económicos que podrían haberse opuesto a aquellas medidas, ya no tenían nada que hacer, salvo escapar de la represión y muerte. Y los poderes políticos se veían arrastrados por la presión revolucionaria. Ni siquiera el presidente de la república, Manuel Urrutia, forzado a dimitir en el mes de julio, y que acabó asilándose en la embajada de Venezuela, o Miró Cardona reemplazado por el propio Castro en febrero, tuvieron algo que decir.

El único protagonista a partir de entonces era Fidel Castro, que se apropió, por otra parte, de un programa que no era suyo, pero que le venía muy bien para salir al paso. De hecho, el autor del texto, Humberto Sori, ministro de agricultura, dimitió días después al ver que su intento de proteger los intereses agrarios cubanos caía en saco roto. Sori fue fusilado el 20 de abril de 1961, poco después de la invasión de Bahía de Cochinos. No vio el final de la reforma en la que tuvo que plegarse a los dictados de Che Guevara.

En realidad, cuando se firmó aquella ley de reforma agraria en el escenario guerrillero y campesino de Bartolomé Massó, pocos de los guajiros que estuvieron en dicho acto sabían de qué iba todo aquello. Una ley que, hasta el último momento fue retocada por el Che Guevara, mientras se trataba de explicar a los que andaban por allí de qué iba todo.

Para la propaganda castrista, que ya en aquellos meses de 1959 se había atrincherado para influir en la sociedad con sus mensajes, la ley era un triunfo, una victoria más de Fidel, la primera medida revolucionaria que tenía como objetivo “devolver la esperanza a los más humildes” y al mismo tiempo, promover una profunda transformación de la estructura económica y social de Cuba. Sin embargo, la ley estaba llena de incoherencias y falsedades que, con el tiempo, se pudieron comprobar de sobra.

Para empezar, establecía un presunto derecho de los campesinos a ser dueños de la tierra. Pero no fue así, ya que realmente lo que hizo la ley fue pasar los latifundios y grandes explotaciones privadas, en los que se producía la caña o la economía ganadera, a manos del estado. El colectivismo marxista convirtió al estado comunista en el principal propietario de la tierra, de los medios de producción, mientras que los campesinos fueron obligados a aceptar unas parcelas de reducida extensión en las que poco más podían sacar que para autoconsumo.

Los comunistas afirmaban que antes de la ley el 1,5% de los propietarios poseía más del 46% de la superficie nacional de tierras. Después de la reforma agraria, un solo propietario, el estado pasó a detentar prácticamente el 54,2% de la superficie de tierras, porcentaje que fue incrementando con el paso del tiempo hasta llegar a casi el 80% antes de las reformas raulistas, mientras que la participación campesina independiente era prácticamente marginal. Y lo más grave fue que la tierra en manos del estado quedó ociosa, sin explotación, lo que redujo la productividad y los rendimientos, obligando a la Isla a realizar importaciones de alimentos, que antes producía.

Además, la ley hizo que el ineficiente minifundismo fuera el rasgo principal de la agricultura. En efecto, se estableció en 30 caballerías (402 hectáreas) el límite máximo de tierras que podía poseer una persona natural o jurídica. El plan de Castro era consolidar la pequeña propiedad agrícola, atando al campesino a la tierra, para evitar su progreso, acumulación de riqueza y desarrollo. La ley convertía a los antiguos arrendatarios en pequeños propietarios pobres, con escasas o nulas posibilidades de acceder a más tierra para aumentar la economía de escala.

Cierto que se entregaron más de 100.000 títulos de propiedad y que ello benefició a unas 200.000 familias campesinas, pero con unos costes económicos y sociales que acabaron provocando un daño estructural al sector productivo, del que nunca se recuperó después. Tras la reforma, ninguna explotación agrícola en Cuba alcanzó más de 100 caballerías.

De este modo, la ley puso fin al latifundismo y la propiedad privada extranjera de la tierra creando un ejército de agricultores pobres, que, al cabo de un tiempo, se vieron obligados, o bien a trabajar como asalariados en las granjas estatales, o a integrarse en cooperativas controladas por el partido comunista para comercializar sus producciones ciertamente limitadas. El resultado de estos cambios se pudo comprobar enseguida: pérdida de tecnología, capital e inversiones causando daños irrecuperables.

El relato comunista de la reforma agraria se empeña en dibujar un escenario en el que la transformación del campo cubano se presentaba como un golpe mortal tan solo para los terratenientes nacionales y extranjeros, y en particular para los estadounidenses. Incluso, ha creado una falsa imagen de que estos sectores, “heridos en su orgullo y desplazados de su posición burguesa y latifundista, encabezaron luego, en el exilio, las incontables campañas y acciones que desde esa época y hasta la fecha se han orquestado contra la agricultura cubana, llegando incluso a introducir plagas y enfermedades en diversos cultivos”. 

Nada que decir de estas falsedades. Argumentos de este tipo se caen por su propio peso, y vienen a confirmar la raíz del odio que el comunismo vierte contra aquellos que considera sus enemigos, y no acepta posiciones distintas. La realidad de ese relato es que el principal perjudicado de la reforma agraria fue el campesino cubano, el pueblo en general y lo que ocurrió es que aquellos empresarios agrarios que fueron confiscados en la Isla pudieron, en algunos casos, rehacer sus vidas y alcanzar el éxito para sus proyectos en otros países.

Para acabar de cerrar la operación de control del sector agropecuario, la revolución permitió dos años después la creación de la ANAP, Asociación Nacional de Agricultores Pequeños, otro 17 de mayo, en este caso, agrupando a los campesinos en una organización penetrada y dirigida por el partido comunista para imponer sus tesis en el sector. La ANAP no es una organización empresarial al uso, no defiende los intereses económicos de sus miembros y es un mero instrumento de trasmisión de poder del estado a los productores.

64 años después de la ley, ¿Qué se puede decir del sector agropecuario cubano?

El estado sigue siendo el dueño absoluto de la tierra, reconocido además en la constitución comunista de 2019. Su porcentaje ha crecido hasta el entorno del 80%, pero mediante la fórmula de los arrendamientos ha trasladado la gestión de la producción a los campesinos, que tienen si cabe, más problemas que nunca para lograr mejores cosechas y más productividad. Las tierras que siguen estando en manos del estado se encuentran ociosas, sin que las organizaciones comunistas las cedan a los privados. Por otro lado, estos productores carecen de incentivos para trabajar y mejorar lo que saben que nunca será suyo. El conflicto del marco jurídico sigue como una espada de Damocles en el campo cubano.

En el sector agropecuario hay abundante mano de obra, mucha más que en otros de la economía. Casi la quinta parte de la población ocupada trabaja en el campo, y aunque no se dispone de datos estadísticos, es una población envejecida, dispersa geográficamente, de baja movilidad y con niveles de dependencia y vulnerabilidad crecientes. Este hecho de concentración de población laboral motiva que la productividad del sector agropecuario apenas alcance el 10% de la media de toda la economía.

La balanza comercial agraria sigue siendo deficitaria y se necesita la importación anual de 2.000 millones de dólares en productos agropecuarios que no se obtienen en la Isla y que son necesarios para evitar hambrunas sistémicas. No existe un producto capaz de obtener ingresos de la exportación, salvo el tabaco, que mantiene sus cifras. El azúcar, emblema del sector agrícola cubano, desapareció tras las reformas introducidas por Fidel Castro a comienzos de este siglo, y actualmente las zafras, en torno a medio millón de toneladas, son más bajas incluso que en tiempos de la colonia.

Los experimentos recientes del régimen para reactivar el sector, como las 63 medidas o las 93 medidas, no dan resultados porque son superficiales y no atienden a la problemática estructural que se tiene que abordar. Provocan aumentos de precios, una inflación galopante del componente de Alimentación del IPC superior a la media, y un empobrecimiento real de los cubanos con relación a la menguada cesta de la compra.

El sector agropecuario no es una excepción del resto de la economía, sino que se resiente de los mismos problemas que otras actividades económicas, porque el modelo del régimen no es capaz de encontrar fórmulas para la mejora y prosperidad que pasan, sobre todo, por el marco jurídico de derechos de propiedad.

Los límites al desarrollo de la agricultura en Cuba no vienen del exterior, sino que se encuentran en la estructura interna del modelo económico que ha creado todo tipo de escollos y carencias que han limitado el desarrollo eficiente de un sector esencial para el bienestar de toda la población.

En realidad, 64 años después, los campesinos cubanos tienen muy poco que agradecer a la reforma agraria de la revolución. Revertir este escenario es posible y necesario. Ya lo hicieron en Vietnam con las reformas en la propiedad de la tierra del Doi Moi que traspasaron realmente los derechos de propiedad a los campesinos. En solo un lustro Vietnam paso de sufrir hambrunas a convertirse en una potencia exportadora de cereales en Asia. Incluso hasta realiza donaciones periódicas a la empobrecida agricultura cubana. 

El verdadero sentido de la reforma agraria que Cuba necesita obligará a cambiar la constitución comunista. El propio régimen quiso bloquear las reformas que se necesitan, pero no tiene alternativa. La vía comunista está agotada.

 

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