El régimen castrista nunca debió ser invitado a la cumbre UE América Latina
La sinrazón humana crea monstruos difíciles de comprender y situar en la realidad. Apenas dos meses después de la muerte del inocente Orlando Zapata Tamayo, con las cárceles abarrotadas de presos políticos cuyo único delito es disentir, con la represión violenta y continua a las Damas de Blanco, a los blogeros, a los raperos y a todo el que se mueve en la Isla, el ministro de exteriores cubano, Bruno Rodríguez se atreve a decir en Madrid, a donde acude invitado a la cumbre Unión Europea América Latina (de la que debió haber sido excluido, por pertenecer a un sistema político ajeno a las democracias) “que nadie puede dar lecciones de democracia a Cuba”. No se me ocurre otra cosa que condenar estas declaraciones, y calificarlas de lamentables y repugnantes, de una baja tachadura moral. Declaraciones que solo pueden proceder de un esbirro político de un régimen que tiene las manos manchadas de sangre y que sólo se dedica a repetir, como un papagallo triste, las consignas que le han hecho aprender de memoria.
La facultad para pensar, para imaginar un mundo mejor, que es propia de los seres humanos, está muy alejada de las dictaduras comunistas, como la castrista. Ese régimen, por calificarlo de alguna manera, ha pretendido convertir a los cubanos en siervos feudales obedientes de una ideología única y de un partido servil, en manos de una dinastía de caudillos decimonónicos que descubrieron las ventajas del estalinismo y el colectivismo para mantener oprimido a un pueblo entero.
Bruno Rodríguez no sólo cree que se mofa de Occidente cuando hace este tipo de declaraciones absurdas, sino que puede llegar a pensar, y está en su perfecto derecho, que tiene a razón de su lado. Pero, se equivoca. La sangre derramada por el inocente Orlando Zapata Tamayo lo demuestra con toda claridad.
Durante la guerra fría y los oscuros años de la dominación soviética, fueron muchos los que creyeron que había nacido un sistema político que otorgaba ventajas a las clases populares, a las que hasta entonces, se las suponía explotadas por un poder político al servicio del capital y la economía de mercado. Absurdo. Cuando las cortinas de acero fueron removidas por la dignidad y valentía democrática de los antiguos alemanes del este, y se pudo comprobar la podredumbre y la miseria moral del comunismo, mucha gente dejó de creer en esos ideales. Una reciente encuesta del CIS señala que la ideología comunista en España no llega ni al 2% del censo. Un nuevo mundo apareció a los ojos de una humanidad convencida de sus capacidades y su potencial para mejorar de forma continua sus condiciones de vida bajo el espíritu de la libertad, la democracia y el respeto al otro.
El castrismo, como degeneración malvada del sistema político de la guerra fría, ha sobrevivido a la ola liberalizadora de los últimos veinte años, como un universo perdido, en el que nada es verdad ni mentira, ni depende del color del cristal con que se mira. El castrismo carece de respaldo popular. Las críticas que los cubanos lanzan hacia su nomenclatura en privado han alcanzado proporciones escandalosas. Sin embargo, ese régimen deplorable ha basado su capacidad para mantenerse en el poder en la ausencia total de libertad, en la manipulación y la propaganda, en el control absoluto de las actividades económicas y en el sometimiento de todo un pueblo a un mensaje único emanado de los órganos de poder cercanos a un núcleo de cuatro o cinco personas, todo lo más, dos. Y así está Cuba a comienzos de siglo XXI, arrasada en lo social, económico y moral, sin hálito de vida para asumir los retos contemporáneos, con centenares de presos políticos en las cárceles, con la misma represión que hace cincuenta años, y con un ministro de exteriores que se atreve a decir que las democracias no tienen nada que enseñar a Cuba.
Tal vez ha llegado la hora de que nos pertrechemos frente a este tipo de personas de tan baja catadura moral, y empezar a considerar a determinados individuos como personas non gratas cuya capacidad para insultar y arrojar improperios a los que sólo aspiran para Cuba un sistema político que devuelva al pueblo cubano la soberanía y la libertad para decidir su futuro, es inversamente proporcional a la atención que se le dedica. Cierto es que la democracia respeta todas las ideas, por absurdas que puedan parecer, pero existe un límite para aquellos que se sitúan fuera del sistema, y el castrismo, por desgracia para todos los cubanos, se encuentra completamente fuera y sin intención alguna de regresar.
La facultad para pensar, para imaginar un mundo mejor, que es propia de los seres humanos, está muy alejada de las dictaduras comunistas, como la castrista. Ese régimen, por calificarlo de alguna manera, ha pretendido convertir a los cubanos en siervos feudales obedientes de una ideología única y de un partido servil, en manos de una dinastía de caudillos decimonónicos que descubrieron las ventajas del estalinismo y el colectivismo para mantener oprimido a un pueblo entero.
Bruno Rodríguez no sólo cree que se mofa de Occidente cuando hace este tipo de declaraciones absurdas, sino que puede llegar a pensar, y está en su perfecto derecho, que tiene a razón de su lado. Pero, se equivoca. La sangre derramada por el inocente Orlando Zapata Tamayo lo demuestra con toda claridad.
Durante la guerra fría y los oscuros años de la dominación soviética, fueron muchos los que creyeron que había nacido un sistema político que otorgaba ventajas a las clases populares, a las que hasta entonces, se las suponía explotadas por un poder político al servicio del capital y la economía de mercado. Absurdo. Cuando las cortinas de acero fueron removidas por la dignidad y valentía democrática de los antiguos alemanes del este, y se pudo comprobar la podredumbre y la miseria moral del comunismo, mucha gente dejó de creer en esos ideales. Una reciente encuesta del CIS señala que la ideología comunista en España no llega ni al 2% del censo. Un nuevo mundo apareció a los ojos de una humanidad convencida de sus capacidades y su potencial para mejorar de forma continua sus condiciones de vida bajo el espíritu de la libertad, la democracia y el respeto al otro.
El castrismo, como degeneración malvada del sistema político de la guerra fría, ha sobrevivido a la ola liberalizadora de los últimos veinte años, como un universo perdido, en el que nada es verdad ni mentira, ni depende del color del cristal con que se mira. El castrismo carece de respaldo popular. Las críticas que los cubanos lanzan hacia su nomenclatura en privado han alcanzado proporciones escandalosas. Sin embargo, ese régimen deplorable ha basado su capacidad para mantenerse en el poder en la ausencia total de libertad, en la manipulación y la propaganda, en el control absoluto de las actividades económicas y en el sometimiento de todo un pueblo a un mensaje único emanado de los órganos de poder cercanos a un núcleo de cuatro o cinco personas, todo lo más, dos. Y así está Cuba a comienzos de siglo XXI, arrasada en lo social, económico y moral, sin hálito de vida para asumir los retos contemporáneos, con centenares de presos políticos en las cárceles, con la misma represión que hace cincuenta años, y con un ministro de exteriores que se atreve a decir que las democracias no tienen nada que enseñar a Cuba.
Tal vez ha llegado la hora de que nos pertrechemos frente a este tipo de personas de tan baja catadura moral, y empezar a considerar a determinados individuos como personas non gratas cuya capacidad para insultar y arrojar improperios a los que sólo aspiran para Cuba un sistema político que devuelva al pueblo cubano la soberanía y la libertad para decidir su futuro, es inversamente proporcional a la atención que se le dedica. Cierto es que la democracia respeta todas las ideas, por absurdas que puedan parecer, pero existe un límite para aquellos que se sitúan fuera del sistema, y el castrismo, por desgracia para todos los cubanos, se encuentra completamente fuera y sin intención alguna de regresar.
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