El monopolio del Estado en la distribución y el fracaso de la economía cubana

Ayer fue la producción de leche, y hoy la de carne de cerdo. No pasa un solo día sin que Granma dedique algún artículo a analizar las difíciles circunstancias en que se desenvuelve la actividad económica en la Isla y los “éxitos” que se van produciendo en determinadas zonas. Estos artículos, situados entre la propaganda del régimen y la crítica velada al funcionamiento del sistema económico, están arrojando informaciones muy valiosas para realizar un análisis objetivo de los problemas internos de lo que hemos denominado, en alguna ocasión, el “círculo vicioso de la economía cubana”.
Hay un punto de partida fundamental en todo este análisis: el sistema de producción agropecuario en Cuba es incapaz de alimentar a toda la población. Este penoso resultado es consecuencia de los cambios introducidos al comienzo de la revolución en la estructura de la propiedad existente en la Isla, cuando las autoridades decidieron los robos y confiscaciones de no sólo de los grandes propietarios de explotaciones agrarias, sino también de la compleja y extensa red de pequeños y medianos agricultores independientes, cuya eficiencia y productividad permitía suministrar todo tipo de productos a los mercados en condiciones de cantidad y calidad aceptables.
Al concentrar prácticamente toda la tierra en manos del Estado, y otorgar la capacidad de decisión sobre qué, cómo y para quién producir a un cuerpo de burócratas con una obsesión enfermiza por destruir cualquier vestigio de la economía de mercado, se estaba creando un sistema productivo ineficiente, poco competitivo, alejado de la realidad y sometido a las prioridades políticas de cada momento del tiempo. De la abundancia a la escasez. Los cubanos observaban cómo desaparecían de los mercados los principales productos, y la libreta de racionamiento empobrecía la dieta alimenticia, sin solución alguna por parte de unas autoridades implicadas más en consignas, en estadísticas vacías de contenido, que en atender a la demanda real de la población.
Las reformas que se introdujeron con el paso de los años han arrojado una maraña de siglas UBPs, CCS, de relativa implantación y que, a la larga, han sido, con diferencia, las que mejores resultados han ofrecido, en comparación con las granjas estatales y la que explota directamente el ejército, convertidas en focos de ineficiencia y torpeza de gestión. Más tarde, el abandono de tierras tras el cierre decretado por Fidel Castro del sector azucarero en 2002, supuso la llegada y expansión del marabú al campo cubano, de modo que, en los últimos años, las graves carestías de alimentos en la Isla han obligado al gobierno a realizar compras de cereales y carne a los productores de Estados Unidos, un ejemplo más de la debilidad del argumento político del embargo.
En estas estamos, cuando Raúl Castro anuncia hace dos años la reforma consistente en entregar tierras a los que quieran producir en el campo. Se trata de “entregas”, no de derechos de propiedad, para poner en cultivo tierras abandonadas por la desidia del Estado, y que exigen una gran cantidad de trabajo fijo previo a las cosechas, y medios de producción que difícilmente se consiguen en la Isla, si no es dentro de los canales de comercialización de la economía informal. La reforma ha quedado en eso, y su viabilidad no llegará muy lejos.
Todo lo anterior está muy bien, pero el fondo de la cuestión del fracaso del sistema va mucho más allá de la concentración de la propiedad en manos del Estado y la ausencia de economía de mercado. Basta prestar atención a lo que existe en Cuba para comprender el sentido del pésimo funcionamiento del modelo. Los agricultores, tanto estatales, como semiprivados que producen en la Isla tienen un compromiso de venta con el único que puede comerciar sus producciones en Cuba, que es el Estado. Este paga unos precios previamente acordados que, como puede imaginar el lector, no se corresponden con el juego libre de oferta y demanda, sino con otros condicionantes políticos de cada momento. Ese “comprador universal” de producciones agropecuarias es el responsable de que las mismas lleguen a los puestos de distribución, si atendemos a que en Cuba el régimen de distribución comercial no se puede equiparar al que existe en otros países occidentales. Es cierto que en los últimos meses se han autorizado a determinados productores, sobre todo de bienes perecederos, la comercialización directa, pero se trata de casos muy puntuales y de escaso impacto en el conjunto de bienes que componen la dieta básica.
La concentración de la distribución en manos del Estado está en el origen del embargo interno de la economía cubana y su incapacidad para mejorar la competitividad y productividad. ¿Existe alguna razón que justifique este monopolio político de distribución? ¿No sería más eficiente contar con empresas de distribución comercial que mejorasen la comercialización en el canal largo y corto, sobre todo el minorista? ¿Qué ideología absurda impide a los cubanos poder elegir libremente lo que quieren consumir, en qué cantidad y cómo?
Mientras que el Estado decida sobre el destino de la actividad productiva en el campo, seguirá existiendo ineficiencia en Cuba, racionamiento y escasez. Hay que tener valentía para poner encima de la mesa el fracaso del modelo, y apostar por una reforma en profundidad que permita en Cuba a los mayoristas y minoristas del comercio ejercer libremente su actividad, con el cumplimiento de unas normas de ordenación básicas, y poco más.
El castrismo debería haberse percatado desde hace tiempo que el Estado no debe actuar de comerciante, ni de comprador o distribuidor. Este papel es mucho más eficiente si se desempeña por la empresa privada. Que hagan la prueba y verán cómo se acaba la escasez en Cuba, además de aumentar la creación de empleo estable y la mejora general del funcionamiento de la economía del país, superando ese embargo interno y el “círculo vicioso” que la ata.

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