La agricultura cubana no está para celebraciones

Granma se hace eco hoy de una noticia relativa al 52º aniversario de la Ley de Reforma Agraria, y añade, “los cubanos celebran este martes el Día del Campesino, a 52 años de la primera Ley de Reforma Agraria, hecho que significó para este país un cambio total en la estructura de propiedad de la tierra”.

Cambio total en la estructura de la propiedad de la tierra cuyo resultado, medio siglo después, podemos valorar con los datos disponibles: campos abandonados e infectos de marabú, enormes concentraciones de tierra en manos ineficientes del estado, un sector cooperativo que lucha por ganar espacio frente al poder omnímodo del estado que le impide crecer, una agricultura incapaz de producir alimentos para toda la población y que obliga cada año a realizar costosas importaciones de productos fácilmente obtenibles en Cuba, como el café, ausencia de redes de distribución comercial. ¿Y qué más? Podríamos tardar un mes en enumerar las disfunciones de la agricultura cubana, pero éste no es el objetivo del artículo, ya que si alguien tiene interés en estas cuestiones, lo mejor que puede hacer es leer los “lineamientos” y ver cómo el castrismo se auto inculpa del estado de postración del sector agrario.

Y lo peor es que siguen realizando un análisis erróneo de la situación de la agricultura cubana. Como se destaca en el artículo publicado en Granma, el castrismo piensa “que en la década de los 50 el campo de la isla evidenciaba la concentración de las tierras cultivables en pocas manos, y la mayoría de los que la trabajaban no poseían su propiedad, otros obtenían bajos salarios o carecían de empleo y vivían en condiciones miserables”, y claro esto es muy malo, porque los buenos “revolucionarios” no pueden permitir bajo concepto alguno esa situación. La pregunta que muchos se formulan es: ¿Cuándo estaba mejor la agricultura cubana, a mediados de la década de los años 50, o en esta primera década del siglo XXI?

De lo que no cabe duda es que una de las primeras obsesiones del proceso revolucionario iniciado en enero de 1959 fue confiscar la tierra a sus legítimos propietarios que, en su mayoría, huyeron aterrorizados para evitar males mayores. Propietarios que, como mis antepasados, habían construido sus propiedades con el esfuerzo, el trabajo, el ahorro y la dedicación a una actividad que en Cuba fue altamente productiva. El esmero de aquellos tabacaleros o cafetaleros en sus tierras no tenía precio. Por eso, cuando les fueron confiscadas por los jóvenes barbudos, muchos de ellos no pudieron recuperar su salud, e incluso algunos murieron del disgusto.

Cuando los comunistas cubanos dicen que la reforma agraria se hizo para prohibir el latifundio, con la nacionalización de todas las propiedades de más de 402 hectáreas y, después entregar la tierra a decenas de miles de campesinos, no están diciendo toda la verdad, porque los latifundios continuaron existiendo en la Isla, pero en manos del estado, que los convirtió por obra y gracia de la planificación central, en tierras improductivas y abandonadas al marabú. Los pocos campesinos que pudieron conservar propiedades marginales tuvieron que aceptar condiciones de vida lamentables, mucho más deficientes que las existentes en cualquier otro país de América Latina, y convertirse en obedientes servidores del partido, so pena de perder lo poco que les habían dejado conservar. La formación de cooperativas, siempre bajo el control político del partido, fue para muchos una válvula de escape, pero poco más.

Décadas de abandono, confiscación y marginación han situado al campo cubano en una crisis estructural que tuvo su mayor efecto en la reconversión y cierre de la industria azucarera, decisión personal de Fidel Castro a comienzos de siglo, con la que ponía fin a uno de los sectores más directamente relacionados con la cultura y la economía de la Nación cubana. Desde entonces, los macro indicadores de la agricultura cubana en términos de producción, empleo y productividad, no han levantado cabeza.

En sus pesadillas, los comunistas cubanos siempre han pensado en la existencia de complots de la administración norteamericana para destruir la agricultura, llegando incluso a denunciar plagas y enfermedades, cuando la realidad es que en determinados años, los cubanos han podido comer gracias a las ventas de cereales y carne de pollo que realizan los granjeros de EEUU saltándose ese embargo, del que siempre están hablando.

De todo ello, pienso que no existen muchos motivos para celebrar este 17 de mayo. Más bien todo lo contrario. Pensar y desear que esta situación termine pronto, que el sector agrario cubano vuelva a sus niveles de antes de los años 50. Por supuesto que el paso del tiempo no va a permitir una simple vuelta atrás. Muchos de aquellos empresarios agrícolas que construyeron marcas productivas y obtuvieron grandes beneficios de su trabajo y esfuerzo, ya no están entre nosotros, y desaparecieron sin dejarnos su herencia y saber hacer. Otros muchos, los más, carecen de interés alguno para dedicarse a una actividad que cada vez atrae menos a la población laboral y que en el caso de Cuba, plantea numerosos problemas de insumos intermedios, fertilizantes, semillas y formación técnica. No hay que hacerse idea de grandes éxitos.

El futuro de la agricultura cubana no está bien planteado en los “lineamientos”, ni tampoco puede depender en exclusiva de un sector cooperativo que, con todas sus deficiencias, pasa por ser de lo poco productivo y eficiente que existe en la economía castrista. Es preciso realizar una reforma en profundidad y de gran alcance que permita recuperar la dinámica de un sector que tiene mucho que recorrer para superar su atraso e ineficiencia. Pero quienes piensen que todo se puede arreglar con los “lineamientos” se equivocan.

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