La prioridad es ayudar a las empresas y trabajadores por cuenta propia: no hay tiempo
Elías Amor Bravo, economista
Un asunto de máxima actualidad, que debería preocupar al gobierno cubano, es qué hacer con las empresas y trabajadores por cuenta propia, en la actual coyuntura de crisis. Porque si los efectos de la pandemia no hubieran sido suficientemente negativos sobre la actividad económica, hundiendo el PIB en 2020 un 12%, los primeros embates de la Tarea Ordenamiento están mostrando la dura realidad a la que se enfrenta el tejido productivo, con unos costes de producción disparados y bajo nivel de productividad.
La insolvencia amenaza a muchas empresas y hasta la prensa oficial ha dado cuenta de ello, citando el ejemplo de la agroindustrial Ceballos a la que, después de pérdidas muy elevadas en enero, la ven en proceso de recuperación a partir de marzo. Excesivo optimismo.
Lo cierto es que, a diferencia de lo que está ocurriendo en la mayoría de países del mundo, el gobierno cubano no ha dado respuesta a una demanda, muy extendida, de las empresas, por la cual se precisan ayudas de supervivencia, que no subsidios, para afrontar la actual situación de parálisis extendida hasta que se empiece a recuperar la normalidad.
Hay sectores enteros golpeados por la caída de la actividad, como el turismo, que lleva casi un año paralizado y sin perspectivas de mejora hasta finales de 2021. Por ello, las empresas necesitan ayudas directas para recomponer sus balances y tratar de superar un escenario especialmente complicado.
Con este tipo de actuaciones, los gobiernos persiguen reforzar la solvencia de las empresas y sobre todo, pequeños negocios de trabajadores por cuenta propia para que, una vez se produzca un escenario más favorable, puedan regresar a la actividad normal, continuar con sus planes de inversión y volver a contratar. Las ayudas, que no subsidios y esto es importante de tenerlo en cuenta, se dirigen a las empresas, cooperativas, trabajadores por cuenta propia, principalmente en hostelería, turismo restauración y , en general, sectores que lo precisen.
Por este motivo hay que ser creativo, y apostar por ayudas adaptadas a las características de los distintos sectores, huyendo de formatos de diseño homogéneo que pueden acabar causando más daños que beneficios. Por ello, se insiste en que no deben ser subsidios. No se trata de financiación para abaratar los costes de producción o los precios minoristas, sino ayudas para la supervivencia, para evitar la insolvencia y la quiebra posterior, con la pérdida de tejido productivo que ello acarrea. En todo caso, se trata de ayudas que deben tener como principal objetivo consolidar de manera temporal el capital de las empresas y trabajadores por cuenta propia más perjudicados por la crisis, y que, sin embargo, poseen cierto potencial y capacidades para salir a flote en cuanto regrese la normalidad.
La experiencia de los distintos países que han apostado por estas ayudas a sus empresas ha establecido rangos de financiación que oscilan entre un 1% y un 10% del PIB, con una notable modalidad de fórmulas que van desde las cancelaciones de préstamos y deudas, a las ayudas directas sin toma de participación de capital. Los gobiernos sensibles con sus empresas han sido capaces de contraponer estas medidas a las ideas contrarias a otorgar a ayudas a las empresas, bajo la justificación de que distorsionan la competencia.
Los tiempos que corren son especialmente graves como para andar recurriendo a las doctrinas económicas clásicas. Parece existir un alto grado de acuerdo en que, si no se actúa a tiempo, los sectores y actividades más afectados por las restricciones, no podrán sobrevivir. Los gobiernos que se han mostrado más reacios a adoptar estas ayudas directas, han acabado cejando en su empeño y se han puesto a trabajar.
¿Por qué en Cuba, al menos hasta la fecha, no ha ocurrido nada de esto?
Son muchos los factores que explican esa falta de reacción que ni está, ni se espera. Como siempre, los ideológicos lo dominan todo, el régimen social comunista cubano nunca dará prioridad a la actividad económica, como se pone en evidencia en la ejecución presupuestaria de más de 60 años. Las empresas estatales reciben un trato que no está a la altura del papel que desempeñan, incluso en la planificación central donde, año tras año, se abordan en un anexo del documento de “Indicaciones”. Desde 2015 ha desaparecido un 12% de las 1992 empresas que existían en aquella fecha. Del trabajo por cuenta propia, para qué hablar. Su olvido y marginación es oportunista y lamentable.
Además, en Cuba, a diferencia de otros países, ya existen procedimientos administrativos diseñados ex profeso, para que el gobierno pueda otorgar ayudas directas y atender las demandas del tejido empresarial, por lo que no se hace necesario crear el marco jurídico para las ayudas. Esto sirve para ahorrar mucho tiempo en diseño, de modo que si se quisiera, las ayudas podrían ser otorgadas de forma inmediata. Además, las empresas son de titularidad estatal, por lo tanto, se supone que el propietario debe tener algún interés en evitar que desaparezcan.
Entonces, ¿cuál es el problema para no actuar?
Básicamente, el déficit público, que se ha situado en el 20% del PIB a finales de 2020 y se resiste a bajar del 18% en 2021. Con estos resultados, Cuba tiene un margen muy escaso, prácticamente nulo, para disponer de recursos del presupuesto para conceder fondos a las empresas. Tampoco tiene acceso a los mercados financieros internacionales por sus incumplimientos en el pago de las deudas. Esta es la dura realidad. Sin dinero en las arcas públicas hay que olvidarse de ayudas, subvenciones directas, beneficios fiscales, créditos reembolsables, préstamos avalados o aplazamientos de tributos y cotizaciones, entre otros, a las empresas para hacer frente a la situación de crisis actual.
La única vía que queda es el recorte del presupuesto en otras áreas. Una cuestión complicada, pero que antes de abordar las líneas de flotación de los “logros de la revolución” e incluso reducir partidas de los colectivos vulnerables, tiene notables parcelas del presupuesto para ajustar por innecesarias. Pensemos en seguridad del estado, defensa, burocracia, organizaciones de masas, etc. que podrían ser ajustadas sin crear graves problemas, si bien de forma transitoria, hasta que las empresas vuelvan a respirar. Como estos ajustes son impensables en un país cuyo gobierno se escuda tras lo que denominan “terapias de choque” no hay que esperar una actuación comprometida y favorable hacia las empresas.
Por último está la cuestión, que tampoco es baladí, de elegir qué empresas deben ser las destinatarias de las ayudas directas. Una difícil tarea porque el sector empresarial estatal, antes de la pandemia, ya se encontraba en una situación que, en absoluto, se puede calificar como positiva. Muchas empresas precisaban para funcionar de subsidios, seguían utilizando tecnologías obsoletas, mantenían abultados niveles de plantilla, bajos índices de productividad y competitividad, soportando una gestión intervencionista y asfixiante, dirigida por criterios políticos que tiene poco que ver con la eficiencia económica.
En tales condiciones, la decisión de quién debe recibir la ayuda, y quién no, en función de las necesidades del momento, se plantea como un reto de difícil consecución. Mientras que quien tiene que tomar decisiones se lo piensa, y el tiempo pasa de forma inclemente, los efectos de la pandemia combinados con la Tarea Ordenamiento sobre las empresas irán siendo cada vez más intensos y muchas trayectorias serán irrecuperables. Luego echarán la culpa al embargo o bloqueo y se quedarán tan tranquilos. La supervivencia de las empresas no merece este tipo de dirigentes políticos.
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