El sector agropecuario cubano no necesita precios topados
Elías Amor Bravo economista
A estas alturas, el desastre del sector agropecuario cubano bajo el régimen comunista no admite cuestión. No ha habido una sola iniciativa que haya servido para producir más y mejor en 63 años, y los cubanos lo saben, porque han tenido que convivir con una escasez estructural que ha limitado sus posibilidades de libre elección y de consumo.
La prensa estatal comunista cubana suele ser banco de pruebas para lanzar ideas, sugerencias, propuestas y no se sabe bien qué, al mismo tiempo que es portavoz cualificado de la dirección política del partido y régimen. Cuando ambas cosas se cruzan salen artículos como el titulado “Precios topados, ¿solución o freno?” que merecen una breve consideración.
La tesis de este artículo, que subrayamos en cuba-economía y de buen seguro, la mayoría de los productores agropecuarios cubanos es que “los precios topados o referenciales no bastan para regular la larga cadena de comercialización que va desde el surco hasta la mesa familiar”. Bueno es darse cuenta de que algo no sirve, porque con ello se dan los primeros pases para el cambio. La lástima es que hayan tardado tantos años en reaccionar.
Los precios topados no benefician ni al consumidor ni al productor. Al primero, lo condenan a la escasez de oferta, porque nadie está dispuesto a producir a precios que no compensen los costes básicos. Al productor, por la misma razón, si no salen las cuentas, lo mejor es quedarse en casa. Oferta y demanda, dos conceptos que en Cuba han estado proscritos por la revolución comunista pero que vuelven con fuerza a la realidad.
Una realidad que sorprende a muchos cubanos cuando van a los comercios y observan los precios estratosféricos que han alcanzado algunos productos alimenticios. No en vano, la inflación del componente de Alimentación y bebidas no alcohólicas del IPC ha crecido hasta septiembre un 44,3%, por encima de la media que fue del 37,2% en tasa interanual con relación al mismo mes del año anterior.
Este aumento de precios reduce el poder adquisitivo de la gente, que, con los mismos salarios o pensiones en pesos cubanos, descubre que tienen menos capacidad para comprar la misma libra de producto que hace, digamos, un año. Y esto ocurre en todos los establecimientos de la economía, incluidos los mercados estatales.
Aprender a vivir con una inflación en aumento no es fácil. Los economistas contemplan la inflación como un impuesto sobre los colectivos más desfavorecidos, y un devorador de la capacidad de compra del salario o la pensión. En definitiva, un elemento que empobrece a todo el mundo, a unos más que a otros. En el caso de la alimentación, de forma injusta, ya que las personas con menor nivel de ingresos se ven más afectadas que las que obtienen rentas más altas. La inflación es un impuesto, pero, además, injusto.
Y ante una situación como la descrita, hay soluciones. Pero los dirigentes comunistas se instalan en acciones que no sirven de nada. Como poner en funcionamiento los Comités de Contratación y Concertación de Precios de los territorios, para topar los precios, es decir, aprobar algunos límites máximos, sobre la base de la oferta y la demanda. La peor decisión posible. Una vuelta al pasado que, lejos de resolver los problemas, los agranda.
De modo que en vez de liberar la oferta y facilitar el aumento de la producción, los dirigentes se ponen la bota represiva y califican de especulativos o abusivos los precios que excedan los límites referenciales aprobados y anuncian que “quienes violen la actual regulación serán notificados con multas de hasta 10.000 pesos y la suspensión de la licencia de trabajador no estatal, para las personas naturales, y de la licencia comercial para las personas jurídicas”. Parece que es justo lo que no se debe hacer.
De hecho, en Granma reconocen que “por experiencias anteriores con este tipo de medidas, que de lo escrito a lo implementado en la tarima hay un gran trecho no se pueden poner precios topados o referenciales y esperar que solo eso regule la larga cadena de comercialización, que va desde el surco hasta la mesa familiar”. Lo que decíamos antes, la luz cuando llega, bienvenida sea.
¿Hemos de lanzar campanas al vuelo? No del todo. Existen posiciones contrarias que defienden que en un contexto de escasez como el que se vive, hay que topar los precios, pues es la única forma de regular al productor y al vendedor. Se reconoce que el aumento de la producción es el único camino para moderar los precios, pero se defiende la peor solución posible, haciendo valer “lo que está estipulado en el papel con una estrategia en la que no haya pérdidas ni para el productor ni para el que vende en la tarima, y que al final beneficie también al que compra”. Ahí está la dificultad, porque el topador de precios no sabe y no dispone de la información en tiempo real de oferta y demanda, solo disponible en el mercado de forma instantánea. De modo que cualquier precio topado no tendrá que ver con la realidad y será un fracaso.
Esta misma dificultad se reconoce por los defensores de los precios topados, pero insisten en la medida, aunque su influencia no es inmediata ni similar en todos los productos. Los topes de precios eliminan de raíz las violaciones, aun cuando estas pueden subsistir en determinados casos, pero entonces los productos escasean o se comercializan en los mercados informales, que se benefician de un auge temporal. E incluso aparecen los que engañan a los inspectores, mostrando un precio al paso de estos, y vendiendo a otro cuando los consumidores compran.
El artículo de Granma recoge algún testimonio que califica los precios topados como un mal necesario, que solo funcionará como solución si se aplica, rigurosamente, a partir de estudios y análisis financieros objetivos. Y se añade al respecto, “estudios profundos en el que la cuenta le sea factible al productor, a las entidades o vendedores que comercializan la cosecha, y al cliente. Este trabajo no se hace desde una oficina con una calculadora, hay que ir hasta las bases productivas, y llegarle al campesino con una mejor contratación, pues es muy difícil conformar una ficha de costo de un producto agropecuario por el entramado de actividades que intervienen en ese proceso (incluye preparación de la tierra, compra de semilla, insumos, medios, fuerza de trabajo, siembra y cosecha)”. Por asombroso que pueda parecer, no es una cuestión de estudios y de cálculos, sino de libertad de elección y de funcionamiento del mercado.
Y finalmente, viene la conclusión en la que se dice textualmente, “lograr cambios estructurales en el modelo de gestión económico-productivo local, y concretar un justo equilibrio en la cadena de comercialización, sin duda, ayudaría a «aliviar» el precio final de los productos agropecuarios que tanto demanda el pueblo”. Una vez más, la pregunta es ¿Qué cambios estructurales? ¿Los asociados a más burocracia, estudios, intervencionismo y determinación de los precios por las autoridades? O tal vez, ¿libertad económica, mercado y derechos de propiedad de la tierra? Esta es la solución que se debe aplicar y dejarse de especulaciones.
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